Cada dos o tres días pasa por el apartamento. Toca a la puerta con decencia. Cuando abro, saluda amablemente y: "¿Desea que le bote la basura?". La mañana de su primer llamado, no me fijé en la invariable prenda roja con listas blancas. Lo miré, tal vez anonadado, yo, incrédulo en mi terquedad.
Ahora vivo en los linderos de un barrio que, dicen, fue de gente importante. Ejemplares de la meritocracia posterior al 1959 negados a asumirse como lo que eran, -a la postre- son: clase media, una denominación que aun asusta y escandaliza a quienes creyeron que los sueños basta con soñarlos para convertirlos en desarrollo y hermosa espiritualidad. Con el tiempo y la miseria, el barrio donde ahora vivo se fue quedando sin sus fundadores. Los hijos y nietos, confundidos -dicen- o decepcionados, se fueron marchando y ahora apenas quedan bolsones de aquel seudo esplendor y confort. Y este toque cada dos o tres días a mi puerta, y el invariable: "Señor: ¿Desea que le bote la basura?".
Tanta es la basura que acumulamos en el barrio donde ahora vivo que no hará una semana usaron dos retroexcavadoras, de esas enormes que se podrían usar, por ejemplo, para mejorar la carretera central en vez de intentar hacer una autopista de cuatro carriles que nadie necesita, para estibar a un camión los desechos. Mientras me preguntaba cómo es posible en un país donde tanta gente necesita trabajar, con una tremenda crisis de combustible y lubricantes, usen no uno, sino dos equipos pesados para palear basura y, de paso, desbatar los contenes ya, de por sí, maltrechos.. Y ahí estaba él con su pantalón de mezclilla sin glamour recortado por las rodillas. Escudriñaba en busca de lo que creería tendría algun valor a pesar de la pudrición reinante.
La primera vez que llamó a mi puerta enseguida me pregunté por qué no estaría donde debería. Por qué se escaparía de esas imágenes de alegría y perfección que nos presentan en la televisión. Ayer me preparo para salir al rescate de un chofer varado en una provincia central y: "¿Desea que le bote la basura, señor?" La Flaki, mi perra que es de todos en el edificio, se levantó sobre sus patas traseras y, con ese peculiar gesto de enseñar los dientes que sólo en La Flaki es sonrisa y no amenaza, se enreda a querendongas con el niño negro, de pulóver rojo con franjas blancas y pantalón de mezclilla sin glomour recortado por las rodillas.
Entro hasta el patio a buscar la bolsa con los desechos de mi vida y cincuenta pesos...
Dos horas más tarde estoy en la terminal de ómnibus de la calle Villanueva, en La Habana: "Ojalá pudiera resolver rápido en Camagüey y darme un salto a Manzanillo -pienso- a participar en la Vigilia Martiana la noche del sábado, víspera del Natalicio del Maestro". En el andén, un joven que no pasaría los 18 o 19 años, pregona la inminente salida de una guagua arrendada con destino a Bayamo. Exploro el interior de la misma y apenas esperan unos 15 pasajeros.
El salón de la terminal está rebasado de personas de todas las edades que se anotan o están anotados en una lista de espera para el servicio de la estatal Empresa de Ómnibus Nacionales, cuyos pasajes son unas ocho veces menos caros que los privados, y mucho más confortable los vehículos, pero insuficientes.
Si alguien quiere conocer acerca de la desigualdad en Cuba, visite la terminal de Villanueva. Lo primero que verá esta noche será a dos perros, uno canelo y otro negro, echados al lado de tres personas que duermen sobre unos cartones, en el suelo, justo al lado de la entrada del salón principal. Y adentro: las taquillas con los y las imperturbables anotadores y llamadores de las listas; los establecimientos con venta de confituras, matahambres, cafés y bebidas a precios de especias medievales.
Y la gente... La gente a la espera de la salida del ómnibus que tarda horas en completar pasaje, y no puede ajustarse a un itinerario y arrancar incompleto porque no le es costeable ni al dueño ni a los intermediarios. La gente a la espera de que un funcionario estatal le atienda su caso social, arremolinada en un extremo del salón, el extremo más oscuro justamente flanqueado por los baños y sus anuncios de la pestilencia. La gente que puede pagar y la que no puede, ya mucha vencida por el cansancio y el agobio, acostada sobre los sillones de aluminio, sobre el piso manchado por las precariedades.
Y con la gente: un niño. El hombre vestido con la Old Glory lo obliga a subir al ómnibus arrendado. El niño, de unos cinco o seis años, con una mochila a la espalda, suplica lloroso: "¡No me lleves, abuelito, te lo ruego, vamos a bajarnos de esta guagua". Y el abuelo: "Asere, pórtate como un hombre, no me hagas pasar pena delante de la gente" "Que yo no quiero irme, abuelito; yo me quiero quedar con mi mamá" "No seas mamona, compadre, no seas yegua, tú sabes que esa no puede ni quiere cuidarte" "¡Llévame para mi casita, abuelito, llama a mi mamá...""¡Oye, no seas singao.. Tu abuela y yo te vamos a cuidar en Nuevitas, cojones, aprende a ser un hombre desde chiquito"... Y el niño que suplica y el abuelo cada vez con su hombría mancillada por el llanto le da un pescozón y ya me levanto para intervenir cuando un joven, que será el compañero de asiento del niño, se pone de frente al anciano y le dice con voz pausada: "Oígame, señor: ¿Usted pretende tenernos toda la noche escuchando sus insultos a su nieto? ¿No ve que es un niño? ¿No ve que aquí hay mujeres y otros niños?"... El hombre parece recibir una descarga de Dios. El niño se abrazará a su abuelo, como para protegerlo, y seguirá llorando hasta que la guagua arranca y se entretiene mirando las pocas luces del tramo por Vía Blanca hasta la Autopista Nacional. El hombre musitará un "disculpe, compadre, me sacan de quicio", como si se refieriera a alguien más...
Y yo andaré kilómetros esforzado en exorcisar mi rabia. Sólo la imagen del niño negro, el del pulóver rojo con franjas blancas, dándole un pan a La Flaki a mi regreso con la basura de mi vida y cincuenta pesos; sólo las palabras del niño negro logran contener mi rabia: "La señora del otro edificio me regaló ese pan por botarle su bolsa, y se lo he dado a La Flaki"... Ya sobre Aguada de Pasajeros el otro niño duerme abrazado a su abuelo.
Es verdad lo que escribió Martí: "Los niños son la esperanza del mundo".
(Esta crónica no lleva fotos. No quiero revictimizar)