Por: Rafael Poch.
(Tomado de Revista Contexto)
Fallecido en la noche del 30 de agosto a los 91 años de edad, Mijaíl Gorbachov fue un político extraordinario; honesto, valeroso y humanista. Es el único político que he conocido y tratado personalmente y cuya foto tengo enmarcada en mi biblioteca. Si hubiera podido tratar a Mandela, Gandhi, Ho Chi Minh o al Che, y posar junto a ellos, los tendría también, pero no fue el caso. Era un tipo simpático. Con sentido del humor y exento de toda arrogancia. Con las mejores cualidades del hijo de muzhik de Stávropol que era, Gorbachov tendía a ver en los demás el aspecto positivo. Creía en la capacidad de las personas y sociedades en avanzar hacia algo mejor. Sin ese fondo de ingenuidad y optimismo sobre las personas y el mundo, nunca habría podido proponerse metas como acabar con la Guerra Fría o democratizar el sistema soviético.
La ingenuidad y el optimismo, además de la valentía, son imprescindibles en un político que quiera cambiar las cosas. Esos rasgos convierten a Gorbachov en una figura universal. Armados únicamente del pragmatismo y del cálculo aritmético, los realistas nunca cambiarán el mundo. Si además son mediocres administradores de “lo que hay” y están sometidos a intereses financieros, empresariales y oligárquicos, como suele ser el caso, el asunto no tiene vuelta de hoja...
Pero Gorbachov era, al mismo tiempo, un animal político. Lo más curioso de su ingenuidad era que convivía con la piel de lobo, con las habilidades necesarias para moverse y ascender en el mundo de la nomenclatura soviética, un universo lleno de intrigas por el que subió desde lo más bajo hasta lo más alto. Aún más curioso fue que, en ese ascenso, Gorbachov fuera potenciado por sus mentores –fundamentalmente por Yuri Andrópov– precisamente por el fondo de honestidad que se veía en él y que lo hacía preferible a otros, como Gregori Románov o Viktor Grishin, en la URSS de los años setenta y ochenta. Ese hecho sugiere que un sistema que históricamente era a la vez heredero de Stalin y de la desestalinización, un sistema que creíamos tan podrido, quizá no lo fuera tanto puesto que algunos de sus máximos responsables aún eran capaces de distinguir, valorar y potenciar las cualidades positivas de Gorbachov y preferirlas a los rasgos de sus adversarios.
En el grupo dirigente soviético que le acompañó, había otros personajes a los que traté personalmente y siempre consideré como honestos; el primer ministro Vladímir Rizhkov, por ejemplo, o el miembro del politburó Yegor Ligachov, que acabó siendo un adversario de Gorbachov y al que la leyenda occidental convirtió en una especie de demonio con rabo y cuernos, o el mariscal Sergei Ajromeyev… Pero Gorbachov destacaba claramente entre todos ellos.
Anomalía nacional
Desde el punto de vista de la secular tradición del poder moscovita, Gorbachov es una anomalía. Esa tradición, tanto con el llamado comunismo como en la época zarista, se fundamenta en la autocracia. La tendencia natural del gobernante autócrata es acumular y centralizar más y más poder en su persona. Gorbachov rompió con esa lógica. Delegó poder de autócrata en cámaras representativas. Eso no tiene precedentes en la secular historia rusa y fue interpretado como debilidad por la arcaica y tradicional mentalidad de la sociedad. Gorbachov iba claramente por delante de ella. Creía en la democratización –y en un socialismo más humano– y se suicidó políticamente en aras de esa creencia, porque en Rusia fue un general sin ejército para aquella causa. Recuerdo sus declaraciones, muy claras, ante una veintena de periodistas rusos y extranjeros reunidos en el Kremlin el día que le disolvieron la URSS, en la que mencionó la soledad de Jesucristo en la cruz. Lo hizo sin la más mínima pretensión. Los periodistas rusos allí presentes no entendieron aquella analogía. Los americanos (Bill Keller –luego director de The New York Times– y David Remnick de The Washington Post) sonrieron cínicamente. Yo me quedé boquiabierto. Y él era consciente de aquella incomprensión, pero le daba igual: estaba en paz consigo mismo. Por eso no es una figura trágica, como afirman equivocadamente tantos observadores.
Gorbachov fue un socialdemócrata, pero un socialdemócrata en las condiciones de la URSS. En un universo sin poder financiero, sin propiedad privada y donde lo político dominaba a lo económico, ser socialdemócrata no tenía nada que ver con el SPD o el PSOE. Era democratizar el socialismo. Palabras mayores sin la menor relación con la acción de los Mitterrand, Soares, González y demás personajes.
Gorbachov prefirió seguir a caudillos como Boris Yeltsin, o luego Vladímir Putin, mucho más tradicionales y acordes con su mentalidad. Gorbachov no tuvo nada que ver con la creación del actual sistema político ruso, un conglomerado de estatismo moscovita y capitalismo parasitario de magnates. Al revés, con Gorbachov como Zar, el adversario, Boris Yeltsin, ganó unas elecciones. Pero Yeltsin ya no consintió lo mismo: cuando su poder fue puesto en cuestión sacó los tanques y disparó contra su parlamento, fiel a la tradición autocrática y ante el aplauso de Occidente. El sistema político de la Rusia de hoy es hijo de Yeltsin, y de Occidente, tanto o más que de la tradición soviética. El futuro, si es que vamos hacia un mundo mejor, queda para el ejemplo y los precedentes que Gorbachov sentó.
Demasiado optimista hacia Occidente
En política internacional, Gorbachov emprendió algo también glorioso. Se centró en la cancelación del conflicto Este-Oeste con la idea de abordar los retos del siglo que amenazan a toda la humanidad: el apocalipsis nuclear, el calentamiento global, la desigualdad Norte/Sur, las pandemias, añadiríamos ahora… En definitiva, la necesidad en el siglo actual de un mundo integrado. Para ello hablaba de “desarrollar el enorme potencial del socialismo” y de la necesidad de propiciar una nueva civilización, un concepto que tomó de Einstein y fue siempre su referencia finalista.
Todo eso, que dicho por un predicador de provincias habría sido banal e irrelevante, era, por errático que fuera, sensacional en boca del líder de una de las dos superpotencias mundiales. Pero en ese camino glorioso se olvidó del imperialismo, es decir del dominio mundial de las naciones más fuertes sobre las menos, del desarrollo desigual y de la competición por los recursos. Aún nos falta perspectiva histórica para juzgarlo, pero es evidente que ese olvido fue nefasto y garrafal.
Con la URSS aún no disuelta, Occidente recibió luz verde para amarrar un poco más su control sobre el petróleo, con la primera guerra de Irak. Luego todos los espacios de los que la URSS se retiró fueron ocupados por la OTAN contra Rusia, operación que continúa aún hoy con dramáticas consecuencias bélicas. En Occidente no creían en ninguna “nueva civilización”. Los interlocutores de Gorbachov eran políticos vulgares y reaccionarios como Ronald Reagan o Margaret Thatcher, y socialdemócratas que abrazaron el neoliberalismo de aquellos, como Mitterrand o González. Y en el sistema en el que estaban insertos esos líderes no había la menor intención de reforma. Gorbachov demostró que lo irreformable no era el comunismo, sino el capitalismo.
En la operación de la reunificación alemana, cometió un error monumental sobre el que discutimos acaloradamente en varias ocasiones: podría haber condicionado la reunificación a la firma de un documento que excluyera la pertenencia de Alemania a la OTAN así como su ampliación al Este, aspecto que quedó en poco más que declaraciones verbales de buenas intenciones. Gorbachov no lo hizo pese a que la opinión pública alemana estaba claramente de acuerdo con ello. El oportunismo occidental, y en especial de Estados Unidos, que sin la OTAN perdía su control sobre Europa; el caos ruso de los años noventa, con tres golpes de Estado, y la ansiedad de los antiguos vasallos de Moscú por ser vasallos de Washington, pusieron el resto. Por todo ello, la retirada imperial de Rusia no contribuyó a la necesaria integración mundial, sino al avance y crecimiento del otro gangster global de la Guerra Fría que desde entonces va de una guerra a otra. Fue una gran ocasión perdida. Esperemos que no sea irremediable para la humanidad y el planeta.
Un cuarto de siglo después del fin de la Guerra Fría, los muros Norte/Sur, viejos y nuevos, convierten en minucia aquel “telón de acero” del comunismo. La falta de libertad que había en los países de Europa del Este, en el marco de aquella mezcla de socialismo y dictadura, palidece al lado de la pobreza, y las relaciones de desigualdad, explotación y vasallaje que imperan en la mayor parte del mundo, incluidos algunos de los países antes dominados por la URSS y que hoy padecen la habitual mezcla de democracia de baja intensidad y capitalismo.
Desde ese punto de vista, el de Gorbachov es un balance muy, muy ambiguo. Pero pese a ese balance creo firmemente que puede considerarse a Mijaíl Gorbachov como una de las grandes personalidades del Siglo XX. Un ruso universal que podemos colocar en la galería de los grandes hombres universales, al lado de los Mandela, Gandhi, Ho Chi Minh o Che Guevara.
Tomás Borge: Entre los asesinos de la URSS ¿está Mijaíl Gorbachov?
Fidel: No, no podría calificar a Gorbachov de esa forma, porque tengo otro concepto de Gorbachov y no el concepto de un asesino que premeditó la destrucción de la URSS.
No puedo decir que Gorbachov haya realizado un papel consciente en la destrucción de la Unión Soviética, porque no tengo duda de que Gorbachov tenía la intención de luchar por un perfeccionamiento del socialismo, no tengo ninguna duda de eso; hablé con él, lo conocí, conversé con él varias veces, y llegué a conocer un poco al hombre. Con nosotros fue muy amistoso, con nosotros fue amigo realmente; durante mucho tiempo y mientras ejerció un real poder en la Unión Soviética, hizo todo lo posible por respetar los intereses de Cuba e hizo todo lo posible por preservar las buenas relaciones con nuestro país.
Tomado de: "Un grano de maíz", entrevista de Tomás Borge a Fidel Castro Ruz.
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