Con el tiempo, comencé a percibir cierta similitud entre el inicio del curso escolar y los carnavales de Manzanillo: la del reencuentro. Largo y populoso, uno podía caminar los poco mas de dos kilómetros desde el antiguo aserrío -convertido en ruinas como tantas industrias en mi ciudad natal- y el final del malecón, y luego regresar siempre a pié, algunos arrollando tras los piquetes de músicos. Durante el recorrido solías encontrarte con conocidos, amigos, familiares que no veías en meses, en años. Y habían dos o tres que sólo saludabas de carnaval en carnaval.
El primer día de clases era para mi, de niño y adolescente, más o menos el mismo sentimiento de alegría, de sorpresa que el del carnaval, por reencontrarme con los condicípulos que, sumido en la dinámica de las vacaciones, ya casi había sacado por completo de mi foco de atención. Pero pronto esa satisfacción de, quizás, la primera semana, se congelaba e iba dando poco a poco paso al aburrimiento. ¡Un terrible tedio escolástico que, con el avance del curso escolar, se iba volviendo crónico! Años después supe que se trataba no sólo de lo uniformidad de lo aparente, lo visible en forma de atributos, gestos, procederes, sino además lo dogmático y autoritario en lo más profundo.
Tuve suerte con algunos pedagogos que entendieron, o intuyeron, mi apatía por la escuela. Mi maestra Acacia de quinto y sexto grados lograba sacarme de los bostezos. La pedagoga que luego sería nuestra vecina hasta solo hace unos meses, me daba tareas "especiales" en la biblioteca escolar o en la municipal. Otra maestra -ahora no recuerdo el nombre- me mandaba a llevarle la merienda a su hijo más pequeño allá por el reparto ICP. Y para mi era una fiesta montarme en una guagua Hino en vez de estar tomando notas o reproduciendo un libro de texto que leía por completo en los primeros días del curso, y luego perdía por completo el interés.
Hubo excepciones para el aburrimiento, claro:
Las clases de inglés de Benedicto en la ESBU: "Paquito Rosales" han sido las más divertidas que haya recibido jamás. Pero de esa secundaria me "sacaron amigablemente" porque en octavo grado me fugaba para la academia de ajedrez o a montar bicicleta, sobre todo, en los turnos de matemática que eran mi pasión entonces pero, la verdad, no me entendía muy bien con la profesora Griselda con todo y que sus hijas, las mellizas Gretel y Grisel, eran mis mejores amigas.
Entonces me pasaron para la ESBU "Martín Veloz" para que cursara el noveno grado bajo juramento solemne de que no habrían más quejas mías. Y no las hubo. No porque no siguiera "comiéndome la guayaba" eventualmente, o saliendo del aula a otras actividades con cualquier pretexto sino porque aprendí que si me hacía dirigente pioneril, participaba en matutinos especiales y actos, y tenía buen rendimiento deportivo, podía librar a menudo del aburrimiento del aula...
Y tuve buena suerte de encontrarme con Pompa, el director de esa secundaria, que sabía más o menos de mis "inventos" pero se hacía el de la vista gorda siempre y cuando ganara los concursos provinciales de Fundamentos de los Conocimientos Políticos, Física y Matemáticas, y montara especie de obras de teatro para los actos y matutinos muy a la usanza de lo que, años después descubriría, eran los bodrios del realismo socialista -la escuela se llamaba Agustín Martín Veloz, y la anterior Paquito Rosales. No podía ser de otra manera...
Ni parece que haya cambiado mucho a juzgar por las imágenes uniformadas y perfectamente alineadas que he visto hoy.... ¿O sólo es la apariencia?