I
El barco va en piloto automático. En el cuarto de derrota, a unos metros del puente de mando, está el primer oficial, el hombre de veintitantos años que ahora es viejo frente a mi. Está ocupado en calcular con mayor precisión el momento en el cual se encontrarían con El Pargo, un barco de la Flota Atunera de Cuba. Debe llegar en un par de horas de Las Palmas, a dejarles el correo y unas vituallas.
El timonel es el típico cubano jodedor. Padece de una dislalia, quizás, cultural. Llega al cuarto de derrota y dice:
"Primero: pagco"...
El hombre joven, que ahora es viejo frente a mi, fue uno de los mejores alumnos de navegación en la Escuela Superior de Pesca "Andrés González Lines" de Barlovento, actual marina Henmigway. Al graduarse lo enviaron como cuarto oficial a La Flota Cubana de Pesca. Luego entendieron que su carácter, recio y sereno, iría mejor en la atunera.
Mira la cara del timonel y sonríe para si:
"Vaya para el puente y no jorobe. El Pargo no puede haber llegado todavía".
Todos los tripulantes saben que el arribo del correo genera ansiedad y jolgorio. El día que otro barco de la flota lo trae, hay expectativas y es fácil embromar incluso a los oficiales. Aun no existen los Sistemas de Posicionamiento Global, ni los radares con alarmas de aproximación. Los barcos de pesca cubanos fueron de los últimos en abandonar el sextante:
"¡Primero: pagco...! Ahora hay un dejo de advertencia en el tono del timonel.
"Sí, está bien, déjalo que llegue. Ve para el puente".
Le dice el primer oficial convencido de de que se trata de alguna triquiñuela de la tripulación. Levanta la vista del diario de bitácora y, por mero reflejo, mira al frente justo cuando siente la voz de miedo del timonel que le grita, ya sin dislalia...
"¡Baaaarco de frente, y grande con cojoooones! ¡Y no se quita!
II
Sabe que el mar es uno solo, y que también puede ser distinto:
"El verdeazul del Atlántico central entre las nueve y las diez de la mañana es el más hermoso que haya visto. Debe ser por el efecto de la luz. Y por los delfines que a veces nos acompañaban alrededor del barco".
Nadan a asombrosa velocidad. Se exhiben con histrionismo como si quisieran demostrarle a los humanos lo que son capaces de hacer, ellos, los delfines en su entorno natural.
"Para un pescador de atún cualquier pez grande es la presa pero un delfín siempre es el amigo, no un mero pez". Me dice aquella tarde frente a una botella de ron Pinilla, en su antigua casa en Manzanillo:
"No me puedo pasar un día sin ver el mar".
"¿Y cuál ha sido tu mar más aterrador?"
"El de frente a Cabo Verde. Había mal tiempo y se nos rompió el timón. Aquella madrugada vi a dos guapos, un negro de Matanzas y un blanco de La Habana Vieja que el día antes si no intervenimos se matan a arponazos, arrollidarse y suplicarle a estampas de la virgencita que los amparara y que, si no, le ayudara en Cuba a sus familias".
"Y tú: ¿sentiste miedo?"
"No recuerdo ahora si sentí miedo. O cómo era el miedo que sentí. Sí recuerdo que mentalmente comencé a repasar cómo debería actuar y dirigir si el capitán daba la orden de evacuación. Y la cara del telegrafista que no hablaba, pero a ratos iba al puente y me miraba como preguntando: '¿Mandamos un S.O.S?'".
"Al amanecer la tormenta había amainado pero el mar estaba tan crispado aun que la mayoría no pudo desayunar por los mareos y, los que lo hicieron, lo devolvían. Pedí me subieran al puente el desayuno y lo vomité apenas lo tragué. Molesto pedí un segundo desayuno y también lo expulsé. Era joven y orgulloso. No podía permitir que la tripulación dijera que el primero estaba mareado. Un tercer desayuno y....
III
El maestro de pesca es japonés. Un tripulante del sol naciente nunca descansa durante la jornada. No "coge un diez" para fumar un cigarro. No bromea ni suele aceptar bromas. Raramente habla mientras trabaja a no ser para coordinar la labor. Al finalizar, a un tripulante japonés nadie tiene que decirle que deje acomodados todos los avíos, o que lave la cubierta hasta quedar olorosa y brillante.
En cambio, entre los cubanos, el impulso cerril de las primeras cuatro o cinco horas de trabajo para terminar la tarea lo antes posible, va cediendo paso al bullicio, la desconcentración, la chivadera. El maestro de pesca japonés no admite eso. No va con su idiosincracia. Y exige que la oficialidad imponga disciplina.
"Entre varias decenas de hombres duros de distintos caracteres y formaciones: ¿Cómo hacía un joven oficial para que lo respetaran?".
"Guardar la distancia, ser organizado, trabajar tanto como el que más, ayudar en cubierta con las tareas manuales siempre que se pudiera, prevenir la explosión y estar dispuesto a afrontar físicamente al que sea, si no quedara otro remedio. Pero lo más importante: demostrar que conoces tu labor. Cada grado de oficial tiene sus atribuciones. Y cuando eres el primero tienes a toda la cubierta, y a toda la faena, bajo tu responsabilidad. Una vez me tocó una tripulación de gente muy experimentada, lobos de mar, vaya, tipos ranqueados en la flota. Fue creo mi segunda o tercera temporada de primero. Yo notaba que, ni el capitán siquiera, tenía mucha confianza en mi pero lo resolví..."
"¿Cómo lo resolviste?"
"Lo resolví con un cepillo.
"¿Le mandaste a uno un cepillo por la cabeza?"
"¡No!" -y rie por mi ignorancia- "Un cepillo es una maniobra de saludo que hacen dos barcos de una misma flota cuando se encuentran en alta mar. Se trata de tomar el timón y, mientras el otro barco está al pairo o avanza muy lento, acercar el de uno hasta pasar en paralelo. Mientras más cerca lleguen a estar uno del otro, mayor es la algarabía. Es una maniobra peligrosa que los capitanes no permiten a cualquiera. Yo había navegado con el otro capitán y me tenía estima, y debió convencer al mío porque, al grito de: '¡Cepillo, primero!' de la tripulación, me dijo: 'Primerito, coja el timón y hágalos felices, si puede!' Como treinta años después, siendo ya profesor del Instituto Marítimo Pesquero de Manzanillo, me encontré con un tripulante del otro barco que me contó que el primer oficial de ellos susurró asustado: '¡Nos va a dar ese cabrón, nos va a dar!' Y su capitán: 'Tranquilo, primerito, no sea pendejo". Y no les di. Les pasé casi rozándole la banda, y hasta se pudieron chocar las manos..."
VI
A veces cree que lo ha soñado, que no fue verdad, que aquel castero inmenso nunca existió.
Sienten el tirón: "Grande, grande" dice excitado en su idioma el maestro japonés y va a buscar otro arpón. Un rato antes, el castero detectó la presa, un atún cautivo por el anzuelo amarrado al palangre que arrastra un barco cubano, y quedó él mismo enganchado de un modo que nunca podría escapar. La pelea es dura pero, a diferencia de El Viejo de Hemingway, aquí se trata de un atunero bien equipado, y su tripulación, contra un pez al que luego le encuentran en su interior el atún tragado completo. Es un casteror que resulta ser enorme:
"Pesó un poco más de 800 kg. Lo anoté en una libretica que conservé. Años después de dejar de navegar, la repasé y me preguntaba: '¿Será verdad o habré exagerado?' Pero hace unos días leí un artículo en la prensa, y vi la foto de otro similar capturado hace poco en el Atlántico".
IV
Ahora vive en El Vedado de La Habana adonde se mudó de Manzanillo por lo mismo que dejó de navegar luego de 12 campañas: estar cerca de su única hija y, desde hace 11 años, de su único nieto. Me explica que un barco de nuestra flota era como un pequeño país bien dirigido y administrado. Hay una cuota de diversos alimentos, agua potable y aseo por cada navegante que se lleva en un libro y que un oficial va rebajando diariamente. Puedes hacer combinaciones y trueques internos si tienes un buen cocinero a bordo. Echarle menos azúcar al café y menos leche al café con leche, hacer un poco más pequeño el pan, y un día en vez de huevo servir pescado, y con los ingredientes sobrantes elaborar dulces finos, por ejemplo.
Hay una cantidad de avíos para una temporada y un margen de deterioro. La competencia del capitán de un barco atunero no se mide solo por el cumplimiento del plan sino además por el estado técnico en que llegue el barco a puerto luego de la temporada, y que no haya gastado más boyas, ni perdido mas arpones o cuerdas, que las normadas.
"Pero también teníamos los absurdos de nuestra manera muy cubana de entender una empresa estatal" -me cuenta- "Lo nuestro era el atún, que se cotizaba bastante bien en el mercado, pero cuando tiras el palangre es inevitable que captures otras especies que, si bien no se incluían en los contratos empresariales con nuestros clientes, otros clientes querían comprarnos en efectivo, a veces hasta a precios casi minoristas. Entonces la orientación era echar al mar esas otras especies muertas. No nos las dejaban vender. Les decíamos a los funcionarios que nos las dejaran vender al llegar a Las Palmas, donde estaba nuestra base, que casi nunca la pesca de atún, aunque se sobrecumpliera el plan, ocupaba todas las bodegas del barco, y que el dinero podía servir para el barco mismo, para comprar películas, para comprar revistas, alguna bebida, material gastable. O que buscaran un modo de ingresar ese dinero a la empresa e invertirlo en mejorar la vida de los tripulantes. Pero nada. Había normas que cumplir. Era todo por la canalita, al modo soviético. Y punto. En cambio los japoneses, los españoles, los portugueses, lo aprovechaban todo, todo lo que sacaban del mar. Nosotros oficialmente no. Siempre era que nos la jugábamos a expensas del seguroso que, creíamos, había uno o dos encubiertos en cada tripulación. Porque si te agarraban en una vuelta de esas, te sancionaban, y podías no navegar más".
Epílogo
"¡Baaaarco de frente, y grande con cojoooones! ¡Y no se quita!"
El joven primer oficial que ahora es viejo frente a mi, salta del cuarto de derrota y corre hasta el puente mientras grita: "¡Gira a estribIor, con el eléctrico, ya!" Aquel barco tiene dos mandos de timones: uno grande hidráulico que gobierna gradualmente, y otro pequeño, eléctrico y por pasos, para maniobras bruscas.
Apenas evaden a un enorme petrolero de la British Petrolium que siguió su rumbo como si nada. Cuando pasa el susto, exclama:
"Coño, compay, tu siempre con tu jodedera y tu hablar enredado. Yo creía que me estabas diciendo pargo, y me estabas diciendo barco... ¡Me cago en diez!".
A veces cree que lo ha soñado. Aquel joven primer oficial que ahora es viejo frente a mi se llama Juan Hilario Iglesias González. Nació en Guisa hace un montón de años. Desde que los escuchó por primera vez, por un radiecito portátil en su beca, se volvió fans de Los Beatles, de Silvio Rodríguez...
En la familia le llaman Lalo. La Caro y yo siempre le llamamos: El Capitán. El Capitán es uno de esos tipos que sabe cuando hay que cambiar el rumbo, y lo cambia...