En Bayamo, cuna de la nacionalidad cubana, hay un restaurante que ostenta cierto lujo. Sus emprendedores hacen alarde de postmodernidad. Para leer la carta menú captas un código QR de lo más chulo, y accedes a un sitio web que te desglosa los platos, con imágenes y otras especificidades de los mismos. Llego la única noche -de las ocho que estuve últimamente- en que hay apagón en el centro histórico urbano bayamés. Como tienen planta eléctrica, pueden continuar prestando servicios. Son los únicos por los alrededores. Y los más caros.
He estado todo el día, y parte de la noche, en un barrio llamado El Almirante, luchando con un camión roto a unos 7 kms del restaurante.
No tengo opción. Entro. Una bealdad, sumamente amable, me entrega el dispositivo con el código QR. Reviso el menú. Como había sospechado, los platos principales cuestan más de mil CUP. Estoy decidiendo entre pagarlo o dormir con el hambre acumulada tras una jornada de intenso trabajo y tensiones cuando ¡albricias! aparece un plato que vale 750 CUP que puedo costear con mis viáticos.
Me relajo y me pongo a observar la ambientación del salón mientras otra mesera -también sumamente hermosa- sale con mi pedido a lo que supongo la cocina. Hay fotografías de trovadores, entre ellas, de Sindo Garay, el legendario juglar que vivió y fue sepultado en esta ciudad. También hay imágenes de lugares emblemáticos por su carga de historia. Pienso que los dueños, o gerentes, deben ser amantes o conocedores del simbolismo abrazado a la otrora villa de San Salvador.
Entonces conecto con el ambiente sonoro: los regaños a un niñito travieso que insiste en correr por el salón, una familia que comparte anécdotas, la balada, de uno de esos artistas españoles, o latinos, que supongo por mi edad soy incapaz de distinguir uno de otro... Es agradable, la balada. La letra no dice nada distintivo o que me haga pensar pero: ¡¿Quién rayos va a un restaurante a pensar!?
Para quien no se involucre, la vida en el barrio El Almirante parece transcurrir con aquella placidez que se sugería con las láminas del libro de historia de primaria, aquel por el cual estudiamos mi generación, donde veíamos a los taínos confeccionar el casabe, celebrar areíto y cazar con tranquilidad paradisíaca. Aun recuerdo aquella lámina con una familia de aborígenes, cada cual en lo suyo, alrededor de un bohío, como si el imaginario cronista los hubiera captado antes de que Diego Velázquez y Pánfilo de Narvaez llegarán a fastidiarles la felicidad.
Pero los pobladores del suburbio bayamés viven muy distantes de la tranquilidad. Su problema mayor es el abasto de agua, con todo y que en sus predios se encuentran las estaciones de bombeo de las cuales depende la ciudad, y su mayor empeño es el desarrollo por iniciativa privada de producciones artesanales de alfarería. Sus hornos pudieran considerarse de museo pues son similares a los usados por nuestros antepasados hace un milenio.
A la falta de agua potable se le suma la sequía en la zona, persistente esta primavera, que, combinada con las calles y trillos sin pavimentar, hacen que el polvo sea dueño y señor del ambiente, el sol castigue y mortifiquen los insectos llegados de quien sabe donde.
Aquí se vive sin bulla. Sin esos alardes sonoros propios de las grandes urbanizaciones como Centro Habana o el Versalles de Santiago de Cuba. Al compás de las aves, la leña en los hornos crepita subrepticia y coce la tierra que se convertirá en casas, inmuebles para negocios, escuelas en cualquier lugar adonde sus gestores de venta lleguen con los ladrillos y mosaicos. Sólo se escucha la radio -Radio Bayamo, preferiblemente y alguna vez escuché a Rebelde-, y la música de alguna bocina portátil con fusiones y reguetones. O el audio -cada vez más habitual y descarado- de algun YouTuber de Miami profiriendo que si dictadura o libertad...
Algunos reflexionamos dentro de la soledad espiritual de un salón de restaurante ambientado, como debería ser en una ciudad llamada cuna de la nacionalidad: quién sabe si las paredes pintadas con esmero, ambientadas con gusto identitario, del restaurante de relativo lujo donde ahora mastico y trago el plato menos caro que encontré...
Levanto la vista para pedir la cuenta. Conecto con la realidad de la hermosa figura de la mesera y vuelvo al entorno con todos los sentidos. Entonces escucho los primeros acordes de Ojalá, la archifamosa canción de Silvio, y, justo cuando voy a celebrar la coherencia, una mano pulsa un botón, o un íncono, y la salta sin dejar que llegue el segundo verso. "¿Por qué la saltan? Está muy mal que la salten en un lugar donde la foto de Sindo Garay casi franquea la entrada", le digo a la mesera. Ella no entiende. Me entrega la nota con su mirada constante, su sonrisa perfecta, mirada y sonrisa que allí mismo se revelan falsas, importadas, y que me perseguirán los siguientes días en los diversos lugares del Centro Histórico Urbano del Bayamo paradójico y contrastante donde, bajo el ceño de Sindo sumido en su rincón, alguien también salta El Breve espacio en que no estás, la canción de Pablo preferida por mi madre, para poner la enésima versión de Despacito.
...Quien sabe si estas paredes, y todas las paredes de la Cuna de la Nacionalidad, han sido forjadas desde hace siglos en hornos como los que he visto en la tarde en El Almirante, por similares manos laboriosas criadas por madrazas como la abuela que acoge a los chóferes durante los días de odisea técnica, y cada mediodía nos conmina a compartir el almuerzo de su familia, con una apasionada solidaridad propia de tiempos y valores que uno creía perdidos en este país.
En El Almirante se comparte sin ambagues ni poses, como el acto más natural del universo, aunque sospecho que ninguno de ellos -ni menos la abuela solidaria- llegará por si misma a comer ni siquiera el plato más barato en este restaurante de relativo lujo mientras arrulla La Tarde aprendida de sus propios abuelos, sin saber, seguramente, que esa foto que le mira es la del hombre autoalfabetizado que escribió uno de los más bellos homenajes que se le hiciera jamás a la mujer bayamesa y que yo no escuché jamás en nueve días, en ninguno de los sitios por los que anduve...