Es curioso como llegué a la conclusión de que las élites oligárquicas estadounidenses y el gobierno que las sustenta son, como casta, los mayores hijos de la gran puta que La Humanidad haya conocido jamás. Llegué a esa convicción no por los libros de texto de historia, ni por los matutinos o los turnos de preparación política en las escuelas, ni en los círculos de estudios durante mi etapa como militante de la Unión de Jóvenes Comunistas. No necesité largos discursos de Fidel -los discursos de Fidel, casi todos, por no ser absoluto y decir todos los publicados, los leí después de los treinta años- ni participación en tribunas o congresos. Llegué a la conclusión de que la oligarquía estadounidense y el gobierno que la sustenta son tremendísimos hijos de puta, viendo películas producidas por Hollywood, primero, y luego por su Cine Independiente.
Puede decirse entonces que ha sido la industria del entretenimiento de los propios Estados Unidos, -no Marx, Engels, Lenin, Rosa Luxemburgo, Althousser, Gramschi ni mucho menos Kohan o Atilio Borón-, quienes forjaron mi identidad clasista aunque, ahora mismo, esté muy cerca de ser un desclasado según los marxistas más encopetados.
Soy hijo de obreros. De un manitas, mi padre, que nunca ha dejado de serlo a pesar de que a sus casi ochenta años todavía resuelve ecuaciones de segundo grado sin usar el lápiz; y de una trilladora de granos, mi madre, que con el tiempo se convirtió en la mejor especialista en contabilidad del CIMEX en Granma y que, poco antes de que su enfermedad se agravara, anticipó que si aquello no se supervisaba desde la institucionalidad civil, a la larga se convertirá en un desmadre. Y, por lo visto, así va siendo.
Mi Viejo, Gilberto, que aún desanda Manzanillo con su jabita a cuestas, nunca simpatizó con el gobierno revolucionario, es la verdad. De él, por primera vez, le escuché la distinción entre Patria y Revolución, y entre Gobierno, Estado y Revolución durante una discusión con La Vieja.
La bronca comenzó cuando papi llegó a casa, allá por 1984, diciendo que no le trabajaba más al Estado, que se iba a dedicar a reparar motores de autos y camiones en la casa en lo cual ya estaba considerado uno de los más renombrados especialistas de la antigua región Manzanillo. Mami no estuvo de acuerdo. Entendía -como revolucionaria y militante del PCC- que el deber de un obrero debía ser, en primer lugar, con el Estado puesto que el Estado garantizaba el bienestar de todo el pueblo. Viniendo de mi madre, -que siendo la presidenta del CDR tuvo los timbales de no permitir que se tirara un huevo en mi cuadra a un par de vecinos que se irían por El Mariel, ni permitió se le hiciera acto de repudio por la misma razón a Adrián, su compañero de trabajo homosexual- su postura no era por temor a represalias ni al qué dirían los fundamentalistas del barrio sino porque estaba convencida de que debía, El Viejo, trabajarle al Estado. Y punto.
Aquella bronca fue de altos quilates. Tanto que aun la recuerdo a pesar de que yo tendría diez u once años. La noche del velatorio de La Vieja, le pregunté a papi cómo mami lo había convencido de que volviera a trabajarle al Estado pues hacia 1986 papi era el mecánico principal de la base de ómnibus escolares de Manzanillo: "La negra tenía sus maneras" respondió con leve sonrisa dentro de su tristeza.
Fue El Viejo uno de los primeros que me enseñó a ver más de lo que se aprecia a simple vista en las películas. Cuando se estrenó en Manzanillo Tiburón, la película de Spealberg, íbamos saliendo los tres del cine Popular camino a la Cafetería El Jardín, donde se saboreaba ricos helados a veinticinco centavos la bola. Y El Viejo comentó: "En las películas americanas nunca un obreros es el héroe. Siempre es un policía, un militar, un científico, un artista, un ingeniero, un deportista, el dueño de algo... Nunca un obrero". Más de tres décadas después, una noche, estaba en casa cuando en la televisión cubana pusieron la película Unstoppable, protagonizada por Denzel Washington, en la cual dos obreros, uno negro y otro blanco, son los héroes que evitan un catastrófico accidente de tren. Papi dormía y lo levanté: "Compay, échate esto, aquí los protagonistas son dos obreros". Al terminar de verla dijo: "Coño, al fin...".
Esa noche del 2011 -ya La Vieja había muerto- entendí la postura política de mi padre. Por qué él distinguía la hijaeputancia de las élites estadounidenses -en la que siempre coincidimos La Vieja, él y yo- de los valores del pueblo del norte. Por qué él, un tipo rudo forjado entre hierros y palabrotas pero que todavía no puede dormirse si no lee de un libro, distinguía entre Patria, Revolución y gobierno. Y que no siempre el gobierno era coherente con los principios ni el espíritu de la Revolución pues los resultados de sus errores, torpezas y aferramientos podían ir en dirección contraria a los ideales de justicia, igualdad y libertades. Para demostrarlo me habló de la Ofensiva del 68, de cómo su maestro de mecánica lloraba de rabia porque tuvo que entregarle al interventor hasta las herramientas que había heredado de su propio padre, de cómo se perdió en los talleres la tradición de la enseñanza práctica de una generación a otra, y de tantos otros cómo...
No creo que haya muchos atributos que le den más fuerza moral a una persona o proceso que la coherencia. Un equivocado coherente, inspirará siempre respeto en quienes estén dispuestos a respetar -hay quien irrespeta de modo patológico, esos a mi me dan lástima aunque también pudieran dar asco. Un acertado, incoherente y maleable según vea la cosa, a la larga es despreciado, incluso, por quienes usan sus aciertos. Porque todos, más o menos, tenemos equivocaciones y aciertos y todos somos usados en favor de poderes que nos trascienden. No hay que avergonzarse por haber creído sinceramente en algo un tiempo, y al cabo dejar de creer o viceversa. Lo que debería avergonzar es cambiar de una simulación y autoengaño a otra simulación y autoengaño por conveniencias o miedos; renegar de las que fueron tus convicciones y, lo peor, juzgar a los que no reniegan aunque expongan o no sus posturas críticas.
De mis padres -tanto de La Vieja como del Viejo- aprendí que la razón propia se defiende como si en eso se nos fuera la vida pero que defender la razón propia también es reconocer cuando se ha estado metiendo la pata. Porque toda razón tiene matices, es maleable y es cuestionable. Y que las palabras son veleidosas, fácilmente prostituíbles. "Ese oficio tuyo de escribir para la radio es tan sospechoso" reía mi madre: "Se puede acomodar para cualquier cosa de un extremo u otro. Yo sé que el trabajo de tu padre ha rendido frutos cuando siento que el motor arranca. De los frutos de tu trabajo en la radio, no estoy tan segura..." Y me daba un beso...