¿De verdad Maceo creía que todo iba bien justo cuando recibió el primer disparo aquel 7 de diciembre? ¿O no lo creía y sólo pronunció aquella frase para darse ánimos?
Suele pasar que un hombre sabe que todo va mal. Que ya no tiene las fuerzas imprescindibles. Que lo debilitan las brasas de su propio cuerpo. Un hombre puede haber visto en sueños a su madre, su padre, todos sus hermanos muertos. Haber asociado el recuerdo de Mariana con el de su esposa enferma y hambrienta en Costa Rica...
Luego de pasar Santiago de las Vegas, comienza la escalada. A mi derecha hay vendedores de viandas, hortalizas, vegetales. Son peones de fincas aledañas que, para ganar un dinero extra cada vez que pueden, ofrecen a los viajeros los productos de los propietarios. Dentro de su cotidianeidad quizás no se percaten de que andan a metros de la gloria.
Es la tercera vez, desde que llegué a La Habana, que voy al conjunto monumentario de El Cacahual. Nunca antes había usado esta ruta que continúa luego de la intersección con la calzada a Managua por el viaducto que, hasta ese punto, ha sido la Avenida de Rancho Boyeros. Este domimgo no salgo a entrenar. No voy pendiente de los avisos del smartwatch que deberían indicarme cuándo debo variar la potencia, aumentar o disminuir la cadencia del pedaleo, descansar sobre la bici o echar el resto. Este domingo pedaleo mecánicamente, como un autómata, con un área mínima de mi cerebro pendiente del tráfico y todo el resto instrospecto sobre mis dudas.
Soy acaso un hombre sobre una bicicleta. No un ciclista. No lo que otros considerarían un deportista sino un simple tipo de 50 años sobre una bicleta que trata de vencer una pendiente más o menos prolongada para llegar al sepulcro de quién ha cumplido 51 años en junio.
Antonio Maceo ha desafiado al ejército más poderoso y moderno que España jamás tuviera en América. Le da lección de bravura a generales propios y enemigos. Desbroza monte y ara la tierra extranjera para darle sustento a su familia. Recela y confía. Discute en La Mejorana con el portador de la mente más brillante de la causa independentista y -¿Quién sabe? Dicen que Máximo Gómez destruyó las páginas en las cuáles Martí narra el desencuentro- quizás lo haya decepcionado. Es así como a este hombre hay que ayudarlo a subir sobre su montura. Porque carga con su gloria y el fardo de tres guerras y la traición del Zanjón como un fantasma acechante sin saber que su grandeza, ya lo ha exorcisado en Mangos de Baraguá. Pero no le basta. A él sólo le sirve la independencia de Cuba de la metrópoli española, y la garantía de que los vecinos del norte no engullirán los restos de la isla luego de la contienda. Va al encuentro con Gómez, El Generalísimo, a quien ya las intrigas y entuertos gubernamentales le han acosado al punto de obligarle a entregar el mando. ¿A quien? Pues a este hombre que ahora mismo no lleva un machete en su mano derecha sino el destino de una nación siempre extraviada. Cuando azuza su caballo en San Pedro, Maceo porta el dolor de sus veintinco heridas... En tales circunstancia, cualquier hombre puede que se diga a si mismo: "Esto va bien" para motivarse y motivar a la tropa. Pero Antonio Maceo y Grajales no es un hombre, es un Titán.
"Si dijo que iba bien sería porque bien iba", pienso mientras llego al final de la pendiente. A mi derecha la posta de entrada de un cuartel militar. Parece hay una entrega de guardia. Hay cuatro soldados firmes ante un oficial.
Continúo pedaleando sobre la especie de rotonda en cuyo interior, entre el granito y el mármol, el bronce, una ceiba y las palmeras, está el sepulcro de Maceo y Panchito. "Después del segundo disparo, que también le mata al caballo, todo comenzó a ir mal, no para Maceo, ya inmortal, sino terriblemente mal para Cuba. Ya no estaba Martí. Y Gómez, probablemente, convencido de nuestra incapacidad de gobernarnos al modo estricto y honrado que él había vivido, cuando le dan la noticia unos días después, -que también han ultimado de un machetazo apátrida a su Panchito- pensaría en su propio cansancio.
Tan recio y bravo es Máximo Gómez que, al amanecer de un día después de conocer detalles del infausto, ante la condescendiente solidaridad de sus subordinados: ¡Ordena fiesta, El Generalísimo! Su lamento es sólo de él, de su amantísima Manana, de los algarrobos y los tomeguines. La Patria únicamente tiene derecho a luchar y acabar, con la victoria, la guerra.
Frente a la gloria está pactado el silencio. Aquel que guardaron el campesino Pedro Pérez y sus hijos luego de que el coronel Juan Delgado le entregaran los cadáveres del Titán y Panchito Gómez Toro, su ayudante, que herido había tratado de rescatar a su idolatrado. Juan Delgado, al conocer que el cadáver de su jefe había quedado en tierra de nadie, conminó a los valientes y ordenó carga al machete. La versión española dice que ya sus huestes -en realidad guerrileros apátridas, al servicio de España- se habían retirado pues creían a Maceo cercado en Pinar del Río.
En un pozo cercano a la actual carretera de La Habana a San Antonio de los Baños, lavan el cuerpo del Titán. Ya en El Cacahual, Pedro Pérez y sus hijos cavan al pie de una ceiba, y sobre el cuerpo del Titán depositan un caballo muerto para enmascarar la sepultura provisional.
Nunca supieron españoles ni apátridas donde estaba depositado el cuerpo. Aquellos labriegos enterraron en sus almas el secreto hasta que, una vez logrado el triunfo, guiaron al Generalísimo y a Manana hasta el lugar. A unos metros de la ceiba, en el perímetro del sepulcro central está, franqueada por dos machetes enormes, la tumba del último mambí. Y allí su espíritu a la espera de una nueva orden de ¡A degüello! de parte del Lugarteniente General....